Proyecto de Reglas para Avatares Goreanos No Humanos
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Re: Proyecto de Reglas para Avatares Goreanos No Humanos
Buena visión Likaon, será bueno que se vaya coordinando con los otros Kurii que serán Tribales, y hay otro grupo parece de nuevos por lo que lei en Larma, que desea rolear kurii con humanos outlaws, pero no estan debidamente leidos en el tema, trataré de asesorarlos para q mejor se integre a un grupo mas leido.
Si por A o B un Kur que no sea de los grupos q se han formado no actua bien, o al menos no pide "licencia" para rolear su Kur en un Sim, debe ser abatido y eliminado en el acto.
Es parte de los libros que entre Kurii se maten .. es parte de su vida dejo Spoiler:
Si por A o B un Kur que no sea de los grupos q se han formado no actua bien, o al menos no pide "licencia" para rolear su Kur en un Sim, debe ser abatido y eliminado en el acto.
Es parte de los libros que entre Kurii se maten .. es parte de su vida dejo Spoiler:
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MEDIA-OREJA
—Aquí —dijo el hombre con el uniforme marrón y negro de los esbirros de los kurii. Estaba indicando la puerta de metal.
Dos hombres me habían conducido por los pasillos de acero. Ninguno de ellos iba armado, ni yo tampoco.
Uno de los hombres abrió la puerta metálica y luego se hizo a un lado para dejarme paso.
Yo traspasé el umbral y la puerta se cerró a mis espaldas.
Miré la habitación. El techo era una cúpula de unos ocho metros de altura. El mobiliario era simple; había pocos objetos, la mayoría junto a las paredes. Algunas mesas y sillas y cómodas y estanterías, pero ninguna silla. También vi unos baúles a un lado. Yo estaba sobre una espesa alfombra. La habitación estaba bastante oscura, pero aún podía ver. A un lado me pareció distinguir una vasija de agua. También había algunas ventanas, aunque no pensaba que se abrieran al exterior. No pude ver el blanquecino hielo detrás de ellas, ni la luz de las estrellas. Por el tacto determiné que la pared de mi derecha estaba cubierta de una especie de tapiz. Pensé que algo que tuviera buenas garras podría trepar por ella. Sobre una de las mesas de la habitación había un objeto que parecía una caja. En el centro de la sala había una ancha plataforma circular sobre la que algo yacía.
Me senté con las piernas cruzadas a unos dos metros de la plataforma y esperé.
Observaba el objeto situado sobre ella. Era grande y peludo, y estaba vivo.
En principio yo no sabía si había algo más sobre la plataforma, pero luego vi que sólo había una cosa. No me había dado cuenta de que era tan grande.
Me quedé sentado muy quieto observándolo respirar.
Al cabo de un rato se despertó, y luego se sentó sobre la plataforma y me miró pestañeando. Las pupilas de sus ojos eran como lunas nuevas. Bostezó. Vi la doble fila de colmillos en su boca. Pestañeó de nuevo y comenzó a relamerse. Su larga y oscura lengua pasaba por la piel de su boca. Se dio la vuelta, fue hacia un rincón de la habitación y orinó. Luego, fue hasta la vasija de agua, metió las manos en ella y se echó agua en la cara. Después bebió. Con la garra me hizo un gesto para que me acercara, indicando que yo también podía beber. Me agaché, cogí un poco de agua con la mano y bebí. Nos miramos el uno al otro, cada uno a un lado de la vasija.
El animal se apartó de la vasija.
Luego se dirigió a la pared y arañó el tapiz con las garras. Después comenzó a rascarse contra el muro. Luego se alzó sobre las patas y me miró. Medía casi tres metros de altura. Se dejó caer entonces sobre las cuatro patas y caminó hacia la mesa donde reposaba el oscuro objeto con apariencia de caja.
Apretó una especie de interruptor. Emitía unos sonidos guturales e inquisitivos, que en nada se parecían a los sonidos humanos. Me recordaron los rugidos de un tigre de Bengala. El aparato vocal de la bestia no era de origen terrestre. Sus gruñidos se parecían más al ronquido del jabalí, al siseo de la serpiente. Era espeluznante oír aquellos ruidos y saber que formaban un discurso.
Luego la bestia quedó en silencio.
— ¿Tienes hambre? —oí. Las palabras procedían de la oscura caja sobre la mesa. Era un traductor.
—No especialmente —dije.
Después de un momento surgió de la caja una serie de sonidos parecidos a un aullido. Sonreí.
La bestia se encogió de hombros, caminó hasta un extremo de la habitación y apretó un interruptor.
Se deslizó un panel metálico. Oí un chillido y vi a un pequeño lart salir de la abertura. Todo sucedió muy rápido. La garra de la bestia se cerró sobre el lart y lo alzó hasta su boca. Le mordió el cuello rompiéndole la espina dorsal. El lart, ya muerto, se agitaba espasmódicamente en su boca. Luego, delicadamente y sin dejar de mirarme, cogió con la zarpa varios órganos que había en el suelo. En un momento se sacó el animal de la boca y comenzó a comérselo con aire ausente.
— ¿No asas tu comida? —pregunté.
El traductor procesó los sonidos humanos y emitió los correspondientes fonemas del lenguaje kur.
La bestia respondió.
—A veces —dijo. Me miró—. La carne asada debilita las mandíbulas.
—El fuego y la carne asada —dije yo— hacen posible unas mandíbulas y unos dientes más pequeños, permitiendo así una menor musculatura craneal que genera el desarrollo de una caja craneal mayor.
—Nuestras cajas craneales son mayores que las de los humanos —dijo—. Nuestra anatomía no podría soportar un mayor desarrollo craneal. En nuestra historia, como en la vuestra, se ha ido seleccionando una mayor capacidad craneal.
— ¿De qué forma?
—Con las matanzas.
— ¿El kur no es un animal social? —pregunté.
—Es una animal social, pero no del mismo modo que los humanos.
—Tal vez eso sea un inconveniente.
—Tiene sus ventajas. El kur puede vivir solo, no necesita al rebaño.
—Pero seguramente, en tiempos ancestrales, los kurii vivieron juntos —dije.
—Sí. —Me miró sin dejar de masticar—. Pero eso fue hace mucho tiempo. Nuestra civilización tiene cientos de miles de años. En la noche de nuestra prehistoria surgieron pequeñas bandas de las cavernas y los bosques. Eso fue el comienzo.
— ¿Cómo puede tener civilización un animal así? —pregunté.
—Disciplina.
—Eso es un hilo muy débil para contener esos fieros y poderosos instintos.
La bestia me tendió una pata del lart.
—Es cierto —dijo—. Nos entiendes bien.
Cogí la carne y la mordí. Estaba fresca, cálida, aún húmeda de sangre.
— ¿Te gusta o no? —preguntó la bestia.
—Sí.
—Ya ves que no eres tan distinto de nosotros.
—Nunca dije que lo fuera.
— ¿No es la civilización un gran logro, tanto para tu especie como para la mía?
—Tal vez —dije.
— ¿Son los hilos de los que depende vuestra supervivencia más fuertes que aquellos que sostienen la nuestra? —preguntó.
—Tal vez no.
—Muy poco sé de los humanos, pero entiendo que la mayoría de ellos son mentirosos e hipócritas. Y no te incluyo en estas categorías.
Asentí.
—Se consideran animales civilizados, pero no son más que animales con una civilización, que no es lo mismo.
—Puede admitirse así —reconocí.
—Los hombres de la Tierra, que tengo entendido es tu planeta natal, son los más despreciables. Son cobardes que toman la debilidad por una virtud y consideran un mérito su falta de apetito, su incapacidad para sentir. Qué pequeños son. Cuanto más traicionan su propia naturaleza, más se felicitan por su perfección. Y ponen las consideraciones económicas por encima de todo. Su codicia me repugna.
—No todos los hombres de la Tierra son así —dije yo.
—Es un mundo que sólo sirve como alimento, y ni siquiera como alimento es muy bueno.
— ¿Qué es lo que tú pones por encima de todo? —dije.
—La gloria. —Me miró—. ¿Puedes entender eso?
—Puedo entenderlo.
—Los dos somos soldados.
— ¿Cómo es que un animal que carece de fuertes instintos sociales puede sentir interés por la gloria? —le pregunté.
—Supongo que es algo que proviene de las matanzas.
— ¿Las matanzas?
—Incluso antes de los primeros grupos, nos reuníamos para el apareamiento y las matanzas. En los valles se formaban grandes círculos para observarlas.
— ¿Luchabais por la hembras?
—Luchábamos por el placer de matar. De todas maneras, el apareamiento era una prerrogativa del vencedor. Tengo entendido que los humanos contáis con dos sexos entre los que se desarrollan las funciones pertinentes a la continuación de la especie.
—Sí, es cierto.
—Nosotros tenemos tres, o si lo prefieres, cuatro sexos. Está el dominante, que supongo que se correspondería al macho humano. El instinto del dominante le lleva a la matanza y el apareamiento. Luego hay una forma de kur que se parece ligeramente al dominante, pero que no interviene en las matanzas ni el apareamiento. Puedes considerar que son dos sexos. Luego está el ovulador, que es el que queda preñado. Esta forma de kur es más pequeña que el dominante o el no dominante de la forma no reproductora de kur.
—El ovulador es la hembra —dije.
—Si quieres llamarlo así —dijo la bestia—, pero poco después del embarazo, en una luna, el ovulador deposita la semilla fertilizada en una tercera forma de kur, que tiene boca, pero es flojo e inactivo. Estos kurii se adhieren a superficies duras, más bien como oscuras anémonas. El huevo se desarrolla dentro del cuerpo de la nodriza, y unos meses más tarde se abre camino hacia el exterior.
—No tiene madre —dije.
—No en el sentido humano. De todas maneras el recién nacido suele seguir al primer kur que ve, siempre que sea un ovulador o un no-dominante.
— ¿Y si ve a un dominante?
—Si él mismo es un ovulador o un no-dominante, evitará al dominante —dijo—. Es algo lógico, puesto que el dominante puede matarlo.
— ¿Y si él mismo es un dominante?
La bestia frunció los labios.
—Eso es lo que se espera. Si es un dominante y encuentra a otro dominante, enseñará los colmillos y sacará las garras.
— ¿Y el dominante no lo matará?
—Tal vez más tarde, en las matanzas, cuando haya crecido —dijo—, pero no cuando es pequeño. De eso depende la continuación de la especie. El individuo debe ser probado en las matanzas.
— ¿Tú eres un dominante? —pregunté. —Por supuesto. —Luego añadió—: No te mataré por hacerme esa pregunta.
—No quería ofender —dije. Sus labios se relajaron. — ¿Son dominantes la mayoría de los kurii? —La mayoría nacen dominantes —me dijo la bestia—, pero muchos no sobreviven a las matanzas.
—Parece sorprendente que haya tantos kurii. —En absoluto. Los ovuladores son fecundados con mucha frecuencia, y hay muchas nodrizas. Dentro de la especie humana, una hembra tarda varios meses en dar a luz a un recién nacido. En el mismo período de tiempo un ovulador kur desarrolla de siete a ocho huevos. — ¿Los kurii no bebéis leche?
—Los jóvenes reciben sangre de la nodriza —dijo—. Cuando nacen no necesitan leche, sólo agua y proteínas. — ¿Nacen con colmillos?
—Por supuesto. Y un recién nacido es capaz de cazar y matar pequeños animales poco después de salir de la nodriza. — ¿Tienen inteligencia las nodrizas? —No lo creemos. — ¿Pueden sentir?
—Sin duda poseen alguna forma de sensación. Se agitan cuando las matan o las queman.
—Pero en Gor hay kurii nativos —dije—, o al menos sé que se han reproducido en este mundo.
—Algunas de las naves que vinieron originariamente a colonizar, trajeron representantes de todos nuestros sexos, con la excepción de los no-dominantes. A veces también nos las arreglamos para atraer ovuladores y nodrizas.
—Es una ventaja para vosotros que haya kurii nativos —dije.
—Por supuesto, aunque rara vez son aliados útiles. Caen muy fácilmente en la barbarie. —Dejó el hueso con el que se limpiaba los dientes y lo arrojó, junto con los restos del lart, a un lado de la sala. Luego cogió un trapo de un cajón de la mesa y se limpió el hocico—. La civilización es frágil.
— ¿Hay algún orden entre vuestros sexos? —le pregunté.
—Por supuesto, hay un orden biológico. La jerarquía es una función de la naturaleza. ¿Cómo podría ser de otro modo? Primero están los dominantes, luego los ovuladores, luego los no-dominantes y después las nodrizas, si es que se las considera kurii.
—La hembra u ovulador, ¿domina sobre los no-dominantes? —pregunté.
—Por supuesto, los no-dominantes son despreciables.
—Supón que un dominante queda victorioso en las matanzas, ¿qué ocurre entonces?
—Pueden ocurrir muchas cosas. Lo que suele hacer es indicar con un gesto los ovuladores que desea. Luego los ata juntos y los lleva a su cueva. Allí en la cueva los fertiliza y hace que le sirvan.
— ¿Intentan los ovuladores huir?
—No, porque él los atrapará y los matará. Después de que quedan preñados suelen quedarse con él, porque él es dominante.
— ¿Y los no-dominantes?
—Se quedan fuera de la cueva hasta que el dominante ha terminado. Cuando sale de la cueva ellos se arrastran al interior con carne y regalos para las hembras, para que se les permita permanecer en la cueva como sirvientes del dominante. Sirven bajo las órdenes de las hembras y realizan la mayoría de los trabajos, incluido el cuidado de los jóvenes.
—No creo que quisiera ser un no-dominante —dije.
—Son totalmente despreciables. Sin embargo, a veces un no-dominante se convierte en dominante. Esto es algo difícil de entender. A veces ocurre cuando no hay dominantes en las proximidades. Otras, sin ninguna razón aparente, y a veces cuando un no-dominante es humillado y obligado a trabajar más allá de su nivel de tolerancia.
—Tal vez los no-dominantes no sean más que dominantes en potencia —dije.
—Tal vez. Es difícil saberlo.
—El hecho de que el apareamiento quede restringido a los dominantes junto con la selección en las matanzas, debe haber producido una especie altamente agresiva y salvaje.
—También es un hecho que tiende a producir una especie extremadamente inteligente —dijo el animal.
Yo asentí.
—Pero somos individuos civilizados. —El animal se puso en pie y fue hacia un armario—. No debes pensar en nosotros en términos de nuestro sangriento pasado.
—Entonces, en los mundos de acero ya no tenían lugar las matanzas y los fieros apareamientos —dije.
El animal se volvió para mirarme.
—Yo no he dicho eso —afirmó.
— ¿Así pues las matanzas y los apareamientos continuaron en los mundos de acero?
—Por supuesto.
—Luego vuestro pasado también alcanza a los mundos de acero —dije.
—Sí. ¿No está el pasado siempre con nosotros?
—Tal vez.
La bestia volvió del armario con dos vasos y una botella.
— ¿No es eso paga de Ar? —dije.
— ¿No es uno de tus favoritos? Mira, tiene el sello del cervecero, Temus.
—Piensas en todo.
—Lo estaba guardando —me dijo.
— ¿Para mí?
—Por supuesto. Confiaba en que llegaras hasta aquí.
—Me siento muy honrado.
—He esperado mucho para hablar contigo.
Sirvió dos vasos de paga y volvió a cerrar la botella. Alzamos los vasos y brindamos.
—Por nuestra guerra —dijo.
—Por nuestra guerra.
Bebimos.
—Ni siquiera puedo pronunciar tu nombre —dije.
—Basta con que me llames Zarendargar, un nombre que puede ser pronunciado por los seres humanos. O si lo prefieres, puedes llamarme simplemente Media-Oreja.
Re: Proyecto de Reglas para Avatares Goreanos No Humanos
Sobre el Mundo de Acero y el Kur de las Naves
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MI CONVERSACIÓN CON ZARENDARGAR
— ¿Ves? —preguntó la bestia señalando hacia arriba, hacia lo que parecía un cielo estrellado sobre nuestras cabezas.
—Sí —dije. No reconocía la conjunción de los cielos.
—Ésa era nuestra estrella, una estrella amarilla de tamaño medio, de rotación lenta, con un sistema planetario, lo bastante pequeño para tener longevidad para albergar vida y lo bastante grande para contener una zona habitable.
—No como Tor-tu-gar, o el Sol —dije—, la estrella común entre la Tierra y Gor.
—Justamente.
—Háblame de tu mundo.
—Mi mundo es de acero. —Parecía hablar con amargura.
—Tu viejo mundo.
—Nunca lo conocí, por supuesto —dijo—. Era un mundo lo bastante pequeño para permitir el escape de hidrógeno, y lo bastante grande para retener el oxígeno. Estaba a la distancia justa de la estrella para no ser una bola incandescente ni un esferoide congelado.
—Mantenía la temperatura necesaria para que el agua pudiera conservar su estado líquido —dije.
—Sí. Y se iniciaron los mecanismos de la evolución química, y se formaron las macromoléculas y las protocélulás.
—Los gases cambiaron, y el hidrógeno dominante en la atmósfera dejó paso a un gas con mayor componente de oxígeno —dije.
—Y se hizo verde.
—Y la vida comenzó a surgir.
—Y después de dos mil millones de años de matanzas y guerras, surgió mi pueblo —dijo la bestia—. Nosotros fuimos el triunfo de la evolución.
—Y la cúspide de vuestro mundo —dije.
—Nosotros no hablamos de lo que ocurrió —dijo él. Caminó hacia la pared, conectó con la garra un interruptor que hizo desvanecerse la proyección sobre el techo. Luego se volvió para mirarme—. Nuestro mundo era muy hermoso. Tendremos otro.
—Tal vez no.
—El ser humano ni siquiera puede matarnos con sus dientes —dijo.
Yo me encogí de hombros.
—Pero no discutamos. Me siento muy complacido de que estés aquí. Me gustas.
—Fuera, en el hielo, nos pareció ver en el cielo tu rostro entre luces —dije.
Frunció los labios.
—Lo visteis.
—Generalmente las luces se ven en otoño y primavera, cerca del tiempo de los equinoccios.
—Eres muy listo.
—Entonces, lo que vimos fue producido artificialmente.
—Sí, pero es algo similar al fenómeno natural. Se produce al saturar la atmósfera con ciertos patrones de partículas cargadas. Estos patrones pueden disponerse de forma que correspondan a caracteres alfabéticos, tanto en la lengua kur como en goreano, por ejemplo. Las luces, aparentemente un fenómeno natural, pueden pues utilizarse como un sistema de signos.
—Muy ingenioso.
—Yo hice que mi rostro se perfilara en las luces para honrarte y darte la bienvenida al norte —dijo.
Yo asentí.
—Tu fortaleza es ciertamente impresionante —le dije—. ¿Me la enseñarás?
—Puedo hacerlo sin salir de esta sala. —Entonces conectó varios diales que iluminaron pantallas en las paredes coordinadas por varias cámaras móviles. Mediante las cámaras y las pantallas comprendí la inmensidad del complejo.
—Muy impresionante —dije.
—Casi todo está automatizado —dijo la bestia—. Sólo tenemos aquí doscientos humanos y veinte individuos de nuestro pueblo.
—Eso es increíble.
—Fue muy simple minar y estabilizar giroscópicamente una isla de hielo. Hemos creado esto dentro del hielo; un iceberg flota en el mar sin llamar la atención.
— ¿Querías cortar la migración hacia el norte de los tabuks para llevar a los cazadores rojos al sur y alejarlos de esta zona? —pregunté.
—Especialmente antes del invierno, época en la que podrían internarse mucho en el hielo hacia el norte.
—Aquí hay una increíble cantidad de almacenes —dije.
—Equipo eléctrico, explosivos, armas, suministros, vehículos, y mucho más.
—Debéis haber tardado años en montar esto.
—Es cierto. Pero hace muy poco tiempo que yo asumí el control.
—Entonces la invasión kur es inminente.
—No queremos arriesgar la gran flota —dijo—. Con este cuartel, sólo necesitamos traer algunas marchas hibernadas. —Una marcha es una expresión militar kur con la que designan doce batallones y sus oficiales. Son grupos de dos mil o dos mil doscientos animales.
—En doce horas kur, todas las ciudades de Gor pueden ser destruidas —dijo.
— ¿Y los Reyes Sacerdotes?
—No creo que puedan resistir nuestro ataque.
— ¿Estás seguro de eso?
—Estoy seguro —dijo frunciendo los labios sobre los colmillos—, aunque no del todo.
— ¿Ésa es la razón de que no arriesguéis la gran flota?
—Por supuesto. Yo podría apresurar el desembarco de la gran flota. Pero yo no soy más que un simple soldado. Hay otros por encima de mí.
—Para la invasión, dados los suministros con que contáis aquí, bastaría con el desembarco de las tropas —dije.
—Sí, contando con que los Reyes Sacerdotes sean tan débiles como pensamos.
— ¿Por qué piensas que son débiles?
—La Guerra del Nido —dijo—. Seguramente habrás oído hablar de ella.
—Algo he oído —dije.
—Creemos que es cierto. Ahora es el momento de que el Pueblo luche. —Me miró—. Pude hacer que te abrieran la cabeza o que te mataran o haberte sonsacado, pero al final solo habría sabido lo que tú crees que es verdad, y eso podría ser verdad o no.
Me encogí de hombros.
—Tú eres como un kur, por eso me gustas —me dijo. Me puso una pesada garra sobre el hombro—. Sería un error que murieras en la máquina de la verdad.
—En esta fortaleza hay muchos suministros valiosos. ¿Y si caen en manos de los Reyes Sacerdotes?
—Hay disposiciones para evitar tal cosa —dijo.
—Ya lo pensaba. —Sabía que las cámaras no me habían mostrado el complejo en su totalidad.
— ¿Cómo son los Reyes Sacerdotes? —me preguntó la bestia—. ¿Son como nosotros?
—No, no son como nosotros.
—Deben ser cosas aterradoras.
Yo pensé en las delicadas criaturas doradas.
—Tal vez —dije.
— ¿Tú has visto alguno? —me preguntó.
—Sí.
— ¿No deseas hablar?
—No, preferiría no hablar.
Me puso las garras en los hombros.
—Bien —dijo—. Eres leal. No te presionaré.
—Gracias.
—Pero algún día lo sabremos.
Me encogí de hombros.
—Tal vez —dije—. No lo sé.
Volvimos a la mesa sobre la que reposaba el paga.
— ¿Cómo fui capturado? —quise saber.
La bestia sirvió otros dos vasos.
—Fue muy simple. Introdujimos en tu refugio de nieve un gas que os dejó inconscientes.
—Imnak estaba de guardia.
— ¿El cazador rojo?
—Sí.
—Karjuk habló con él, e Imnak, un tipo listo, cedió a consideraciones económicas y a la prudencia y se unió a nosotros en seguida.
—Nunca dudé que Imnak era un hombre decidido —dije.
—No seas cáustico.
— ¿Qué pensarías tú si un kur traicionara a su propia raza? —le pregunté.
Me miró perplejo.
—Eso no puede ocurrir.
—Seguramente los kurii, en sus propias guerras, también han sido culpables de traición.
—Pero nunca con el hombre, nunca a favor de otras especies —dijo la bestia—. Eso es algo impensable.
—Entonces los kurii son más nobles que los hombres —dije.
—Eso es lo que creo, que en todos los aspectos los kurii son más nobles que los hombres. —Me miró—. Pero tú eres una excepción. Creo que tienes algo de kur.
—En la sala de los duelos había un gran espejo —dije.
—Un punto de observación.
—Eso pensé.
—Luchaste espléndidamente —dijo—. Eres muy hábil con esa pequeña arma.
—Gracias.
—Yo también soy hábil con las armas. Con las armas tradicionales de mi pueblo y también con las modernas.
— ¿A pesar de vuestra tecnología mantenéis una tradición de duelos? —pregunté.
—Por supuesto. Y la tradición de los colmillos y las garras también sigue vigente.
—Por supuesto —dije.
—A mí no me entusiasman las armas modernas —dijo—. Puede utilizarlas un ovulador o incluso un no-dominante. Te mantienen a gran distancia de la presa. Pueden ser efectivas, y ésta es su justificación, pero en mi opinión son muy aburridas. Acaban con la inmediatez, con el gozo de la caza. Ése es su gran inconveniente. —Me miró—. ¿Qué puede compararse a la alegría de una victoria auténtica, de la victoria de verdad? Cuando uno ha arriesgado su vida abiertamente y luego, después de una dura contienda, tiene al enemigo a sus pies, herido; y ensangrentado y agonizando, y puede matarle victorioso, ¿que puede compararse a ese gozo?
Los ojos de la bestia llameaban. Luego esa fiera luz se desvaneció. Volvió a servir paga.
—Supongo que pocas cosas pueden compararse a eso —dije.
—En un tiempo, la guerra habrá terminado —dijo. Me; miró—. Si sobrevivimos, ya no habrá lugar para gente como nosotros.
—Al menos nos habremos conocido —dije yo.
—Eso es cierto. ¿Quieres ver mis trofeos?
—Sí —respondí.
27
SALGO DE LA FORTALEZA
Hacía mucho frío en la habitación de acero que servía de umbral hacia el hielo del exterior.
Cerca de la pesada puerta circular estaba el kur de piel blanca con anillas en las orejas, el que había acompañado a Karjuk, el traidor de su pueblo. Llevaba unos arneses de cuero en la garra.
Me puse las pieles.
Me iban a sacar para matarme en el hielo, a cierta distancia de la fortaleza. Parecería que el eslín del trineo se había vuelto contra mí. Si me encontraban, pensarían que mi muerte se había debido a un accidente común. Como si me hubiera perdido en el norte, en una vana aventura destinada al fracaso en la que el único final lógico era un final sangriento. Si se organizaba mi búsqueda, terminaría con la aparición de mi cadáver congelado.
No encontrarían ningún eslín en el trineo, por supuesto.
La bestia ató los arneses sobre mí y yo me quedé esperando ante el trineo.
Sus dientes serían suficientes para aparentar las dentelladas sobre mi cuerpo de un eslín hambriento. Pero debía asegurarse de dejar bastantes restos que pudieran encontrar: algunos huesos, el trineo roto, restos de carne.
Me sentía complacido de haber conocido a Zarendargar o Media-Oreja. Habíamos hablado largamente.
Era extraño haber hablado con él, porque era una bestia.
Creo que sentía tener que enviarme al hielo para que el kur blanco me matara. Creo que Zarendargar o Media-Oreja era un soldado solitario, un auténtico soldado que había encontrado muy pocos a quienes confiar sus pensamientos o hablar. Creo que había pocos individuos, si es que había alguno, incluso dentro de su propia gente, con quienes pudiera conversar cálidamente, excitadamente, con detalle, como lo había hecho conmigo, de forma que una palabra sugiriera un párrafo, una mirada, una garra alzada dijeran algo que cualquier otro interlocutor tardaría horas en comprender. Media-Oreja parecía pensar que en cierto sentido nos parecíamos, a pesar de nuestros remotos orígenes y la diferencia de nuestras historias. ¡Qué idea tan descabellada! No puedes encontrar a tu propio hermano en un mundo alienígena.
La noche anterior me encerraron en mi celda, pero Media-Oreja se había encargado de que estuviera a gusto. Me habían traído delicadas viandas y vinos y pieles. También metieron en mi celda, para mi uso, dos esclavas perfumadas vestidas con las sedas de placer. Por la mañana, cuando vino a por mí el kur blanco, Arlene y Constance tuvieron que ser alejadas de la puerta a golpes de látigo. Se quedaron encerradas en mi celda. Estiraban los brazos entre los barrotes, gritando y llorando. Las apartaron de los barrotes a latigazos. — ¡Amo! —gritaban—. ¡Amo! El kur blanco cogió el picaporte que cerraría la pesada compuerta de acero..
—Saludos, Tarl, que cazas conmigo —dijo Imnak entrando en la habitación con una sonrisa. —Saludos, traidor —dije. —No seas rencoroso, Tarl que cazas conmigo. Uno debe mirar por sus intereses.
No dije nada.
—Quiero que sepas que yo, y todo el Pueblo, te estaremos eternamente agradecidos por haber liberado el tabuk —dijo.
—Es un pensamiento reconfortante.
—Seguramente en tus circunstancias te vendrá bien un pensamiento reconfortante —aventuró Imnak.
—Es cierto. —Era difícil enfadarse con Imnak.
—Te he traído algo de comer. —Alzó un saco.
—No, gracias.
—Pero tal vez sientas hambre antes de llegar a tu destino.
—No lo creo.
—Entonces tal vez a tu compañero le gustará tener algo que comer —dijo Imnak indicando al kur con un gesto de cabeza—. No debes ser egoísta. También deberías pensar en él.
—No creo que pueda olvidarle —dije.
—Coge la comida —dijo Imnak.
—No la quiero.
Imnak parecía sentirse herido.
De pronto me quedé atónito. Me dio un brinco el corazón.
—Al eslín le gusta —dijo Imnak esperanzadamente.
—Déjame verlo —dije. Miré dentro del saco—. Sí, me lo llevaré.
El kur volvió de la palanca que controlaba la compuerta que daba paso al exterior. Olió el saco y miró dentro. Cogió los trozos de carne del saco para comprobar que no contenía cuchillos ni armas. Se sintió satisfecho.
—Es para mí —le dije al kur.
El kur frunció los labios. Yo puse el saco en el trineo. Entonces el kur volvió a la palanca. La compuerta se abrió lentamente y yo vi la oscuridad y el hielo. La temperatura en la sala de acero bajó casi de inmediato unos treinta o cuarenta grados.
—Tal —dijo Imnak, no como despidiéndose, sino simplemente como un saludo.
—Tal —respondí.
El kur ocupó su lugar tras el trineo. Yo me incliné hacia delante echando mi peso sobre los arneses y arrastré el trineo sobre el acero y luego sobre el hielo.
Re: Proyecto de Reglas para Avatares Goreanos No Humanos
bueno ya q estoy pegando .. sigo XD
- Spoiler:
- 28
LO QUE OCURRIÓ EN EL HIELO
Nos dirigimos hacia el norte. El viento soplaba con fuerza. El frío era intenso.
La fortaleza estaba a más de un ahn a nuestras espaldas.
—Tengo hambre —le dije al kur casi gritando mientras me señalaba la boca.
El kur frunció los labios y alzó el látigo. Volví a arrojar mi peso sobre el arnés.
Cuando salí de la fortaleza me había dado la vuelta para mirarla asombrado. Era una isla de hielo, de considerable tamaño. Se alzaba más de tres mil metros sobre la superficie de hielo en la que estaba anclada, y se extendía sobre ella probablemente unos siete kilómetros. Mediría unos cuatro pasangs de anchura. No era la única isla de estas características en las proximidades.
El kur había alzado el látigo y entonces yo continué avanzando, con las cumbres de la isla de hielo alzándose a mis espaldas.
Durante el verano, la habían estabilizado giroscópicamente. La flota invasora la localizaría por su posición.
Miré a las estrellas. Supuse que las naves ya estarían en camino hacia los puertos de Gor, con sus marchas hibernadas, los motores encendidos, silenciosas en el vacío espacial.
—Tengo hambre —le dije al kur.
Él frunció los labios, esta vez con un gruñido, enseñando los colmillos. Vi que estaba pensando en matarme. Pero si la situación lo permitía, obedecería las órdenes. No era una simple bestia de hielo, tal como parecía. Era un kur de nave, sometido a la disciplina de los mundos de acero. No me mataría hasta llegar al lugar y al momento que indicaran las instrucciones, a menos que yo lo forzara a ello. Pero estaba disgustado conmigo.
Le vi alzar el látigo. Por supuesto podría desgarrarme las pieles que llevaba, pero entonces yo no tardaría en congelarme; y además, la piel desgarrada desmentiría la hipótesis de que me había atacado un eslín. Podría matarme ahora, pero entonces él mismo tendría que tirar del trineo y llevar mi cuerpo hasta el lugar donde tenía que abandonarme.
El kur cogió el saco de carne. Yo quise arrebatárselo, pero él lo retiró frunciendo los labios sobre los colmillos. Luego se agachó junto al trineo, emitió un gruñido y alzó el látigo. Yo le miré fingiendo desmayo. — ¿Cómo puedo tirar del trineo con tanto peso? —dije—.
Por favor...
Él metió la garra en el saco y cogió uno de los grandes trozos de carne. Me lo tendió, pero cuando fui a cogerlo lo retiró y me mostró los colmillos. Yo di un paso atrás. El kur se metió el gran trozo de carne en la boca y se lo tragó. Luego gruñó y alzó el látigo.
—Por favor —dije.
Sus ojos llamearon. Luego engulló otro pedazo de carne.
Entonces yo me di la vuelta y arrojé todo mi peso sobre los arneses, con gran esfuerzo. La bestia era muy pesada, y no era fácil tirar del trineo con su peso sobre él, por encima del hielo irregular.
Medio ahn más tarde, débil, con las piernas pesadas y la espalda dolorida, volví a girarme para mirar a la bestia. El kur volvió a rugir y alzó de nuevo el látigo. El saco que contenía la carne yacía sobre el trineo. La bestia parecía estar satisfecha. Tenía los ojos medio cerrados y estaba somnolienta.
Volví a tirar del trineo. Ahora no era más que una cuestión de tiempo.
Mi mayor temor era que la bestia almacenara la carne en su segundo estómago, en cuyo caso no sería digerida hasta que, por su voluntad, la comida pasara al auténtico estómago o estómago químico. Yo no sabía si había almacenado la carne en el segundo estómago. En primer lugar, en la fortaleza había suficiente comida, y los kurii no suelen almacenar en el cuerpo comida y agua en exceso a menos que prevean un período de escasez. La comida adicional es un exceso de peso y un obstáculo. En segundo lugar, la bestia parecía contenta y somnolienta, lo cual sugería que se había alimentado hasta quedar satisfecha.
De pronto, el trineo se hizo más ligero, porque el kur se había bajado de él. Me alarmé.
Estaba detrás del trineo, mirando a su alrededor. Estábamos en un lugar parecido a un valle, de unos cien metros de diámetro. Era un claro entre los riscos y cimas de hielo. Desde el aire sería fácilmente identificable, incluso desde una considerable altitud.
El kur parecía satisfecho. Comencé a sudar, y me bajé el cuello del anorak. Nadie desea sudar en el norte, nadie desea que el sudor se congele sobre el cuerpo o, peor aún, que se humedezcan las pieles y luego se congelen perdiendo su eficacia y además aumentando el peligro de desgarro. Si no se arregla de inmediato, una grieta en las vestiduras puede ser peligrosa en extremo. En el norte, la aguja y el hilo pueden ser tan importantes como los medios para hacer fuego.
El kur frunció los labios, en una sonrisa kur, al ver mi gesto. Supongo que en aquellas circunstancias parecía una estupidez. Pero es una de esas cosas que se hacen sin pensar cuando uno está en el norte.
Miré el claro en el que estábamos. Miré el trineo tras nosotros.
Me parecía un buen sitio para que el kur realizara su horrible tarea. Estaba relativamente abierto, era fácilmente identificable y distaba considerablemente de la fortaleza.
El kur me dijo que me soltara los arneses.
El viento había cedido. Era un lugar frío y desolado. El kur frunció los labios y vi que escupía por la comisura de la boca. La saliva se congeló de inmediato, y el kur se la sacudió con un movimiento de la garra. Su aliento era como niebla. Un sutil vapor le rodeaba allí donde el aire helado entraba en contacto con el calor de aquel cuerpo enorme y terrible. Me hizo un gesto de que me acercara.
Yo no obedecí.
De un manotazo apartó el trineo que estaba entre nosotros.
Volvió a indicarme con un gesto que me acercara, de nuevo hice caso omiso.
Le di la espalda. No era tan ingenuo como para pensar que podría escapar de un kur.
El kur se dejó caer sobre las cuatro patas. Vi que comenzaba a temblar de expectación. Entonces echó hacia atrás su enorme cabeza peluda y abrió las fauces, mostrando los largos colmillos blancos, y miró a las tres lunas de Gor. Entonces emitió un salvaje y espeluznante aullido hacia las lunas y el mundo congelado que nos rodeaba, hacia el hielo y el cielo y las estrellas. Supongo que los orígenes de ese aullido están perdidos en la antigüedad de la prehistoria del kur. Era el aullido del reto al mundo de un predador carnívoro. La bestia dio la vuelta un par de veces, feliz, casi a saltos; luego me miró de nuevo. Sacó las garras y arañó el suelo con placer. Me miró. Yo solté un chillido, pero de placer. Su respiración era agitada, apenas podía controlarla. Yo me alejé más.
Él me observaba, alerta, con placer. Gruñó suave pero intensamente, con excitación.
Entonces sus orejas se inclinaron hacia atrás. Yo retrocedí y el kur se lanzó rápidamente a por mí. Me debatí entre sus brazos. Vi sus ojos llameantes. Me alzó del hielo, queriéndome llevar hasta la boca. Me sostuvo en el aire mirándome por un momento. Entonces volvió a un lado la cabeza. Yo me debatía y me retorcía en vano. Sentía en mi rostro su aliento caliente, y apenas podía ver por el vapor que levantaba nuestra respiración. Entonces sus fauces se dirigieron a mi garganta. De pronto, tan súbitamente que por un momento no comprendí lo que pasaba, la bestia soltó un espantoso chillido y por un instante no se oyó nada más, un chillido de sorpresa y dolor que me ensordeció, y casi al mismo tiempo, fui lanzado al aire, se mezclaron el hielo y las estrellas, y golpeé el hielo y rodé y resbalé por él. Me incorporé sobre las rodillas. Estaba a más de ocho metros de la bestia. El kur estaba doblado y me miraba inmóvil. Me levanté vacilante. Él intentó dar un paso hacia mí, y su cara se contorsionó de dolor. Alzó una garra.
Luego, como golpeado desde dentro, gritó y cayó rodando sobre el hielo. Gritó dos veces más y se quedó tumbado sobre el hielo, inmóvil pero vivo, mirando hacia las lunas.
Los jugos digestivos liberados en su auténtico estómago siguieron con su implacable tarea química. Poco a poco, molécula por molécula, de acuerdo con las lentas leyes de la química, el tendón se fue disolviendo, debilitando la atadura que sostenía la afilada vara de ballena, hasta que el hilo se rompió. La bestia volvió a gritar.
La bestia debía haber devorado quince o veinte de aquellas trampas.
Pensé que ahora no tenía nada que temer.
Fui hacia el trineo, aunque de poca utilidad parecía ahora.
Por suerte alcé la mirada. De alguna forma, el kur se había incorporado.
Me estaba mirando. Qué indomable era. Tosió, atormentado por el dolor, y escupió sangre sobre el hielo.
Entonces gritó de dolor y se dobló cuando se abrió otra de las trampas.
Y entonces se lanzó a la carga sobre las cuatro patas. Yo interpuse el trineo entre ambos. El animal cayó gritando contra él y lo apartó a un lado con la garra. Rodó sobre el hielo, oscureciéndolo de sangre. Tosía y aullaba y rugía. Se desataron otras dos trampas de ballena y el animal miró a las lunas, agonizando. Se mordió los labios de dolor.
Yo me alejé de él. Ahora estaba seguro de que no tendría ninguna dificultad en eludirle.
Estaba sangrando profusamente por la boca y el ano. Casi se había arrancado el labio. El hielo estaba cubierto de sangre y excrementos y orina.
Me alejé de él y luego me di la vuelta y, siguiendo las huellas del trineo, me encaminé de nuevo hacia la fortaleza escondida en la isla de hielo.
Tiré del trineo en dirección a la fortaleza. La bestia me seguía, paso a paso, sangrando dolorida en la nieve. Yo no permití que se acercara mucho.
A juzgar por sus gritos, debía haberse tragado diecinueve trampas. Me sorprendía que no se conformara con tumbarse a morir. Cada paso que daba debía ser una tortura para él. Pero aun así continuaba siguiéndome. De él aprendí algo acerca de la tenacidad del kur.
Al final, unos cuatro ahns más tarde, murió. No es fácil matar a un kur.
Miré el enorme cadáver. No tenía cuchillo. Tendría que usar las manos y los dientes.
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